miércoles, 14 de julio de 2010

Parabellum



"A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd."
Alphonse de Lamartine. (1790-1869)
Historiador, político y poeta francés.

Escuchando: Rosario Tijeras de Juanes

Sacó de su bolso la polvera y se retocó el maquillaje con delicadeza. Perfecta. Resplandeciente. La tez de Rosario era una mezcla de porcelana y piel tostada color canela. Los mechones de su flequillo azabache le caían de forma revoltosa sobre la frente. Sus ojos verdosos, dibujados en su rostro aniñado, no transmitían la crudeza de una vida concebida a partir de una lucha continúa por sobrevivir en un caos.

Era una mujer de armas tomar. Pero también inspiraba temor a su paso. No le temblaba el pulso al apretar el gatillo. Tan bella como peligrosa.

La volvió a guardar junto a su pistola de calibre 9mm Parabellum y se sacó un cigarrillo. Aspiró dos caladas nerviosas y siguió caminando calle abajo dejando a su víctima desplomada en el suelo.
Sólo era un trabajo más. Otra vida más que se va, pero para ella, sólo significaba dinero o en algunos casos, el dulce sabor de la venganza. Adoraba esa palabra. Ella encarnaba toda su vida. Había vivido con ella a cuestas desde que su padre la violaba cuando aún ni su cuerpo se mostraba como mujer. Sus ansias de venganza le hicieron ganarse su mote cuando le cortó los testículos con unas tijeras a uno de los muchachos del barrio que abusaron de ella cuando tenía catorce años.

Todo ello hizo que jamás hubiese amado a nadie. No sabía como hacerlo. Estaba vacía por dentro. Sólo amaba a su hermano muerto en una reyerta. Llevaba su imagen perenne en lo más hondo de su corazón y lloraba cada vez que revivía su rostro entre las tinieblas de la noche fría y falaz.
Rosario continuó apresuradamente, ocultándose entre las sombras de la noche. Sacó la llave y la deslizó en el interior de la cerradura. Una silueta expectante aguardaba su regreso con paciencia. Encendió la luz del cuarto y de forma insinuante se aproximó al hombre que permanecía sentado en el sillón de la sala. Su cabello castaño y lacio le caía de forma desfilada hasta la mitad de la nuca y sus ojos denotaban una admiración absoluta hacia la mujer que se le sentaba juguetonamente en las rodillas.

Junto a ella, desnudos bajo las sábanas, él no se lo podía creer. Recorría con suave delicadeza y mesura la espalda de Rosario con las puntas de los dedos. La había abrazado tantas veces, pero siempre para consolarla del dolor, por la pérdida de su hermano, por la ruptura con Gerardo, por los golpes de su amante de turno, por sus crisis con las drogas. Pero ahora, por primera vez, lo hacía después de poseerla, de sentirla dentro de él y de verla tan de cerca que seguía pensando que era una diosa con pistola bajo las faldas pero con un corazón infinitamente frágil.

Rosario se había formado en las calles de la hostil y peligrosa Colombia, entre maras, narcos y demás gentes del mal vivir. Había hecho perder la razón de tantos que la lista de sus amantes no tenía fin. Pero no recordaba la mayoría de sus nombres, ni sentía a precio especial por ninguno de ellos. Es más, no recordaba ya ni sus rostros. Ella siempre decía que nació con el corazón muerto. Jamás amó a nadie, y seguramente nadie la amó de verdad, sólo inspiraba deseo, pasión, temerosidad, poder, vicio. De esto último ella sabía mucho, siempre lleva cocaína en el bolso junto a su preciada polvera. Mató a tantos como corazones destrozó.

Pero su fin estaba tan próximo que su aliento fatal le rozaba la nuca. Y ella lo sabía.
Su compañero de alcoba despertaba en ella sentimientos encontrados. Sabía que no debía encariñarse con él, que debía alejarse y proseguir su camino en dirección totalmente opuesta. Pero no conseguía desligarse, era él único que la trataba con auténtica dulzura y respeto. Siempre supo que la amaba desde que le vió la primera vez en aquella discoteca de salsa y desaires junto a Gerardo. Pero ella prefirió a éste último, porque era como los demás, y sabía controlar esa situación. En cambio con Miguel se estaba enfrascando en una relación completamente nueva para ella. Pero sabía que al final todo acabaría.
La ira y la muerte se volverían contra ella.

Y tal y como previno, ocurrió más tarde. Fue la noche en que Rosario regresaba de la cárcel por cumplir condena, tras ser arrestada por posesión de drogas. Encendió su cigarro, aspiró pausadamente y se recostó en el sofá del local. Después de dos años alejada del mundo aprendió a amar a Miguel de forma reprimida y lo había enterrado en el olvido, sin embargo aceptó su invitación con cierta curiosidad y deseo de al menos sentir su presencia.

Él la amaba desesperadamente, soñaba con ella desde la primera vez que la vió, desde aquella noche en que les presentó su mejor amigo, pronto se enamoró de su risa, de su dentadura perlada, de su mecer de las caderas, de su baile sensual. Rosario …, Rosario.
Infinitamente hermosa.
Por fin, ella había regresado, no quería causar mala impresión después de tanto tiempo y por ese se demoró más de lo debido en encontrar su vestimenta apropiada, mientras al otro lado de la ciudad, Rosario pidió un margarita bien cargado.

Pero no era el único que ansiaba su regreso.
Sin esperarlo, Rosario sintió un susurro.
“¿No has cambiado nada preciosa?”. Mauro la sonreía maliciosamente, con una mente premeditada para la acción que tenía pensar en llevar a cabo.
“Bailamos” le sugirió a Rosario.
“Claro, porque no mi amor”.

Y se dejó llevar a la pista. Que bien olía la maldita pendeja.
Tal y como decían todos “Tan bella como peligrosa”. Ni la desidia de las rejas había menguado lo mas mínimo su belleza. Pero esta vez se aseguró de que su bolso y su pistola estuvieran bien lejos.

Recorrió las caderas de Rosario. Insinuante. Caliente. Intentaba ganar su confianza. Le invitó a una copa y después a otra, luego ella le invitó a una raya, y más tarde a otra. Y en un momento de dejadez, se percató de que ya no era dueña de sus sentidos. Sentía como perdía el control.
“Esto es por Carlos maldita puta”. Y una bala le atravesó el estómago liberando todo el dolor que le emponzoñaba el alma.

Al mismo tiempo entra él, el que soñaba cada día en todo momento con su regreso, él que la amó de verdad, el único que se fijó en ella como persona, como mujer, el único que la quería. Corrió a sujetarla con sus brazos mientras ella se volvía hacia atrás y caía sobre su espalda al suelo. Ella le logró ver por última vez, pero se fue a la tumba sin dedicarle una sonrisa, unas últimas palabras sentidas, porque no sabía como hacerlo, porque nadie la enseñó, porque él no tuvo tiempo de enseñarla, y, por primera vez, sintió miedo, así que calló tragándoselo todo y cerró los ojos esperando a dilucidar la luz que la liberaría de su amarga existencia.



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lunes, 15 de febrero de 2010

De Regreso


"La ausencia disminuye las pequeñas pasiones y aumenta las grandes, lo mismo que el viento apaga las velas y aviva las hogueras."
Francois de la Rochefoucauld,(1613-1680) Escritor francés.

Escuchando: Amaral - Cabecita Loca

Aquí estoy de nuevo compañeros de viaje, siento mucho haber estado tan ausente, pero es que estuve llevando a cabo varios proyectos que tenía pendientes y me han robado el poco tiempo del que disponía. Estoy terminando varios relatos que comencé ya hace varios meses, pero tengo la mente completamente aturdida y bloqueada. Espero despejarla pronto y dejar que la imaginación que crece día a día en mí siga adelante y se abra paso entre el vendaval de deberes y tareas que no puedo pasar por alto.
Espero que me hayáis echado un pelín de menos como yo os he añorado a vosotros. Comienzo a resurgir levemente, y espero regresar con más fuerza que antes.
Mientras tanto disfrutaré de vuestros escritos paseándome por vuestros apreciados espacios.

Noa


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lunes, 5 de octubre de 2009

El Terremoto en sus Ojos


“Las aguas del río Ebro

Cantan bajo la metralla;

Los hombres que así me cruzan,

llevan el pueblo en el alma.”



25 de Julio de 1938

Escuchando: James Blunt- 1973


Querida Isabel:


Me pregunto si te abracé lo suficiente. Si te dije te quiero las veces que te merecías cuando te buscaba a tientas bajo los pliegues de las sábanas. Si te besé hasta quedarme sin aliento. No sé si ya será demasiado tarde. Y ahora tengo miedo.


Ante mí, ya sólo logro distinguir el olor a sangre seca procedente del reguero de cuerpos inertes desplomados sobre el arduo campo de batalla, que se une, inevitablemente, al sonido ensordecedor del rugir de las armas y las bombas de mano, y termina por mezclarse con la mugre y la miseria de los que sienten como yo que no regresaremos más a casa. Sí, tengo miedo.


Hoy mis muchachos hicieron un buen trabajo. No son más que un puñado de jóvenes reclutas imberbes que no alcanzan aún la mayoría de edad, sin formación política y mucho menos militar, pero que venían con las ganas de comerse el mundo. Nadie les previno de su mala suerte. ¿Sabes mi amor que les han apodado “La quinta del biberón”?, son enormes valientes. Pobres críos, algunos no se han recuperado del susto de ver a sus compañeros caer con los ojos vueltos ante la herida de bala y no creo que vuelvan jamás a conciliar un sueño sereno.


El otro día casi me vuelvo loco porque no podía recordar bien los finos trazos de tu rostro. Pero pronto tu olor a violetas inundó mi corazón y pude verte con claridad. Vislumbré tu mirada risueña y ese brillo especial que irradias cuando me sonríes. Dibujé tu cuerpo en el aire con la punta de mis dedos y acabé sintiendo el roce de tu piel como si durmieras, en aquella noche de hastío y brisa nostálgica, junto a mí, como siempre solías hacerlo, recostada sobre mi pecho.


Todo no es más que un inmenso caos donde el polvo anaranjado de la lucha sin tregua cae pesadamente sobre nuestras cabezas. Dicen que debemos defender estas tierras hasta que caiga el último de nosotros, para que ningún soldado del bando nacional vague libremente por ellas.


Agazapado entre estas paredes de arena y charcos de barro, busco un escondrijo donde intento escribirte estas rotas palabras desesperanzadas buscando en ti, Isabel, ese consuelo que despierte en mí un sentido a todo esto.

Me imagino que estarás haciendo hoy. Y te veo tejiendo con tus delicadas manos unas botitas para el bebé. He soñado tantas veces que por fin acaricio sus rollizas manitas. Siento que pasaras el parto y ahora todos sus cuidados tú sóla. No permitas que me olvide sin haber llegado a conocerme. Dile que yo era el que le cantaba pegado a tu tripita aquella canción republicana que me enseñó mi padre.


A veces me despierto sobresaltado con los rostros ensombrecidos de todos aquellos hombres que he matado. Sus almas me persiguen cuando cae el manto de las estrellas. ¿Cuántos de ellos eran padres, hijos y hermanos?, ¿Cuántos de ellos no verán más a las damas de sus sueños?, ¿Cuántas esposas y madres destrozadas llorando amargamente la pérdida de sus bravos soldados?. ¿Cuánto desconsuelo herido y dicha asestada por una idea tan sólo dibujada cristalinamente en las mentes de unos cuantos que se esconden y aguardan bien, mientras envían a otros como a mi división a dar la cara por sus creencias? Malditos cobardes sin valor. Ayúdame Señor a no sentir que todas las bajas de mis levas republicanas son en balde.


La fotografía tuya que me diste antes de partir la llevo siempre conmigo y me acompaña rozándome el corazón, sintiendo que late por ti. Tú eres mi motivo para levantar mi “maxim” hacia el enemigo y no hacia mi propia sien y aprender a esperar a que acabe esta guerra para volver cerca de ti y de nuestro hijo. Hasta entonces seguiré soñando con vosotros cuando las pesadillas me den tregua y contentarme con la poca ilusión que me queda con la llegada de tus ansiadas cartas para que me den fuerzas para sobrevivir cada día en este infierno desmedido hasta que llegue la hora de regresar al hogar donde te encuentras.


Siempre tuyo,



Rodrigo.





TELEGRAMA URGENTE A LA ATENCIÓN DE DOÑA ISABEL DE GONZÁLEZ DAMASO

Sentimos comunicarle. Stop. Que en la mañana del 27 de julio de 1938, Stop. El general Don Rodrigo González Arnau, Stop. Dirigente de la división de 1941, Stop. Ha fallecido por el infortunio de una bala, Stop. Que desgraciadamente ha atravesado su pulmón izquierdo. Stop. Los médicos han hecho todo cuanto estaba en sus manos, Stop. Pero sin el éxito esperado por lograr mantenerlo con vida. Stop. Reciba nuestro más sincero pésame. Stop.

El General Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central republicano, máximo dirigente de la Batalla del Ebro. Stop.




Querido Rodrigo:


Después de ti no hay nada.


Tuya,


Isabel.





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lunes, 28 de septiembre de 2009

Abrazos de Oso


Supongo amiga Carolina que pienso lo mismo que tú acerca de los miles de premios que rondan por estos lares, pero lo cierto es que algunos no se pueden dejar pasar por alto por el significado que trasmiten al otorgarlos y aún más al recibirlos.
Un millón de gracias por deleitarme con este Premio Orquídea. Aquí tienes una lectora y amiga fiel porque sabes que disfruto enormemente leyendo tus blogs. Eres una campeona y una gran escritora.
Yo también quiero entregar este premio a los que seguís este blog e impedís que lo elimine porque de veras que me da vergüenza que desde hace ya dos meses hasta el día de hoy no haya escrito ni una mísera palabra.
Agradezco todos los comentarios que dejáis en cada relato de este humilde espacio y me regaléis un pedacito de vosotros y me permitais entrever pequeños rasgos de vuestra forma de pensar y sentir. Gracias por emocionaros con las palabras escritas y meteros en la piel de los personajes. Por animarme a seguir escribiendo pese a las maratonianas horas laborales en las que llevo metida varios meses. Por permitirme desconectar e introducirme en vuestros mundos de fantasía y realidad, gracias compañeros por compartir vuestro tiempo conmigo y disfrutar de esta compañía invisible pero tan emotiva que hace que parezca que os conozco desde siempre. Y en especial mi mayor admiración y agradecimiento a gente tan estupenda como Sidel, Carolina, Pedro, Luna, Ana, Escondida en otro Mundo, etc., por estar ahí siempre y permitirme robarle un ratito de vez en cuando (ya que no publico tanto como quisiera) y hacer que se pierdan por las historias que crecen en mi cabecita loca.

Mi premio va para:

Pedro

Sidel

Carolina (se lo devuelvo gustosamente)

Luna

Ana

Anabel Botella
(a la que echo de menos, espero que regrese pronto con su fabulosa novela terminada)

Inventando mi propio mundo



Enormes abrazos ... de oso, y besos de mil sabores =)

Noa


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lunes, 13 de julio de 2009

Amores Castizos


"Cada paso que doy hacia delante, es una mirada atrás buscando tu recuerdo"


Escuchando: Dido- Here With Me
Como cada mañana se sentaba a esperar a que la muerte la llevase con ella.
Apoyada en la escalinata de piedra caliza carcomida por el paso del tiempo, dejaba las horas trascurrir lentamente mientras hundía su fatigada mirada llena de surcos y grietas en el horizonte.

El sol anaranjado comenzaba a resurgir sobre la línea del mar anunciando la llegada de un nuevo día. Pero a Matilde le daba igual. Había disfrutado de muchos amaneceres como éste, pero nunca los había vislumbrado sola. Ya no le resultaban impactantes. Ahora sus tonos rojizos repletos de destellos naranjas carecían de sentido desde que no los contemplaba junto al abrazo cálido de su esposo.

Había fallecido hacía varios años y ya no le quedaba ningún motivo para sonreírle a la vida, de hecho deseaba que ésta acabara lo antes posible.

El hedor que desprendía el interior de su casa resultaba inaguantable para los que se acercaban a pagar mensualmente la cuota del garaje que arrendaba en una vieja nave situada al final de la calle.
Les abría la puerta tan sólo unos centímetros los suficientes para que el olor nauseabundo les golpeara de lleno en las narices, a veces su astuto gato se escapaba por esa pequeña rendija y lograba disfrutar de unos instantes de libertad hasta que le atraparan de nuevo las regordetas manos de su dueña.

Adentro se hallaba una instancia repleta de soledad. Sus muebles revestidos en madera de cedro y cubiertos por una visible capa de polvo escondían todos los momentos de felicidad compartida por aquella anciana y su marido, pero ahora, aguardaban tristemente el pasar de las horas junto a la dueña.

Conoció a Alfonso hace la friolera de más de sesenta y tres años cuando ella no era más que una chiquilla escuálida que aún no había desarrollado su cuerpo como las demás chicas de su barrio. Cada martes acompañaba a su madre a hacer la compra al singular Mercado Maravillas del centro de su madrileña ciudad.

Palpando unos vistosos tomates se encontraba él sonriendo con risita picarona a la hija del frutero. Era alto y apuesto, con una mirada intensa de miel y almendra. Su cabello travieso y despeinado le daba un aire rebelde apoyado por su pose de chuleta de barrio.
Sintió el corazón estallar dentro de ella golpeando fuertemente que la hizo cerrar la boca para que no se saliera de su pecho.

-“Anda Mati, tráeme unos tomatitos para el guisado”.


Y como en aquella época jamás se desobedecía a las madres aunque quisieras desaparecer del mundo en aquel instante, camino con la vista sin alzarla del suelo del mercado y se situó lo más alejada que el puesto le permitía de él pero que a su vez no le impidiera perder detalle de sus gestos.
La muchacha a la que hablaba era ya toda una mujercita con sinuosas caderas y pechos turgentes. Como deseó que su cuerpo se asemejara al de ella y no sus trazos infantiles aún por definir. Debían tener ambas la misma edad.
De repente, sus miradas se entrelazaron. Ella bajó la vista y fingió observar los puerros situados entre ambos. Pero sentía su mirada fija en ella. Le ardían las mejillas.

-¿Quién va?
-……
-¿Quién va?
-……
-¿Niña no te tocaba a ti?



Ahora la quemazón de las mejillas le subió hasta las horquillas.
Todos en el puesto la miraban. Él también. La hija del frutero la miró con descaro y le dijo algo en bajo al chico y ambos rieron mientras ella la miraba con sonrisa burlona.
Pidió su kilo de tomates y se marchó al borde de las lágrimas y el corazón rebosante de su risa, sus ojos, su pelo, su pose, su tez…
Tuvo fiebre en los tres días posteriores y no quiso levantarse de la cama más que para ir al baño. Su padre temía que su pequeña se hubiera infectado de tifus o algún otro mal preocupante.

Al cuarto día se puso en pie y volvió al mercado. Esta vez había pedido prestado un jovial vestido rojizo y unos taconcitos de hebilla de dos centímetros a su amiga Carmen, que de paso la había puesto un poquito de colorete en las mejillas y unas pinceladas de carmín en los labios. Cuando se vió frente del espejo del baño público, ya que este nuevo cambio de imagen tuvieron que hacerlo a escondidas de las madres, padres y demás vecinas curiosas y chismosas del barrio, descubrió a una muchacha de enormes ojos verdosos y jugosos labios rojos, que no tenía nada que envidiar a la hija del frutero.

Cuando cruzó el umbral del mercado, le temblaron las rodillas, puede que él ni siquiera estuviera aquí, puede que se volvieran a reír de ella, y quiso dar marcha atrás. Pero al girarse sobre sí misma se tropezó con alguien que rápidamente la tomó por la cintura mientras la decía entre susurros:

-“Disculpe señorita, no debería ir usted sola por este mercado, hay muchos lobos por ahí sueltos y a hora mismo uno la tiene acorralada por la cintura”.


Le costó escucharle a causa del sonido ensordecedor de sus latidos, y al sentir sus labios cerca de su oído un latigazo le recorrió la espalda que hizo que se tambaleara aun más, por extensión él la apretó más fuerte con sus manos. Quizá todo no durara más que un segundo pero para ambos el tiempo pareció detenerse en derredor.
Sus miradas se clavaron en los ojos del otro, y sus labios desearon derretirse en los de enfrente. Caminaron por las calles adyacentes sin decirse nada y contárselo todo a través de sus pupilas.
Él la estuvo cortejando durante varios meses hasta que una tarde se presentó con un ramo de flores dispuesto a pedir la mano de su amada al padre de Matilde.

Nunca jamás se separaron, no había un día en el que no estuvieran juntos, necesitaban de la presencia del otro para poder respirar. Cada uno era la bujía que iniciaba todo el motor que hacía que la maquinaria que componía sus cuerpos se pusiera en marcha.

Una tarde Alfonso comenzó a tener fiebres altas y a vomitar sangre. El tiempo transcurría y no había mejoría alguna. Vendieron su casita de la calle de los Artistas y marcharon a Mallorca para que la brisa del mar le mejorara la salud.

Pero una tarde Alfonso la llamó a su alcoba.

-Mati, pronto deberás caminar tú sóla.
-Pero yo sólo sé andar tras tus pasos.
-Encontrarás el camino, yo te guiaré desde dentro de tu corazón.



Y como una vela encendida, se fue apagando hasta consumirse todo el humo.
Ella le buscaba dentro de sí misma, pero no le hallaba. Él se había ido.
En la noche, buscaba entre sueños su espalda para recorrerla con sus dedos y no había nada al otro lado de la cama. Porque él se había ido.
Preparaba comida para dos porque no sabía calcular ni conocía otras medidas. Pero no había nadie al otro lado de la mesa sentado para degustar su plato favorito.

No tuvieron hijos porque alguno de los dos no podía concebir, pero no les importó en absoluto y por eso adoptaron a un diminuto y desnutrido Canela cuando le encontraron maullando perdido sin rumbo, agazapado entre unos cubos de basura buscando algún desperdicio para llevarse a la boca.

Se encerró más en sí misma y se echó a perder esperando el día en que se durmiera eternamente con las cenizas de su esposo entre las raíces del chopo de la plaza de Olavide donde él le declaró su amor. Guardaba las de Alfonso en el alfeizar de su ventana para mezclarlas con las suyas cuando la muerte se dignara aparecer. Llevaba dos años esperando y pensaba que cada vez quedaba menos para que viniera a por ella. Pese a que tenía una salud de hierro y por desgracia para Matilde aún le quedaba unos añitos más para desesperarse en la apatía de los días de Mallorca.

Echaba de menos Madrid. Su ruido, su caos, sus calles castizas y las trufas de la Mallorquina frente a la Puerta del Sol que devoraba tiempo atrás, entre sonrisas y confidencias con aquel muchacho divertido y picarón que bebía los vientos por ella.

Abrió los ojos y se dejó llevar por la luz tenue del atardecer. Su gato se enredó entre sus piernas ronroneando y pidiendo un poco de atención. Quería comer algo. Sus bigotes la hicieron cosquillas en las pantorrillas y tomó al viejo Canela entre sus brazos y poniéndose en pie torpemente y con gran dificultad, le susurró al oído:

-“Puede que mañana tengamos más suerte”.

Hoy la muerte pasó de largo.



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lunes, 25 de mayo de 2009

Smoke Eyes


"En el corazón de todos los inviernos vive una primavera palmitante, y detrás de cada noche, viene una aurora sonriente."

Khalil Gibran. (1883-1931). Ensayista, novelista y poeta libanés.



Escuchando: Him - The Sacrament


Para Sidel...


Se alzó sobre los tacones vertiginosos y frente al espejo se retocó sus carnosos labios con su lápiz de rojo carmín. El invierno no había podido con ella pero aún tenía escarcha en el corazón.


Caminó por las sombrías e inhóspitas calles de la ciudad que no conducían a ninguna parte y atravesó sin miedo alguno el callejón de las almas errantes.


Maullaba mirando a la luna con su ahumada mirada traviesa. Sin prisa y sin temor a que siguieran sus pasos se adentró más y más en las profundidades de aquel lugar de repudiados.

Las calles eran estrechas y de fría piedra carcomida, el suelo estaba lleno de charcos y barro en el que se hundían sus zapatos. Los ventanales que asomaban en los edificios antiguos dejaban entrever a miradas absortas en olvido y facciones fantasmales enfermizas.


Camina sorteando las heridas y lamentos de los que se cruzaban con ella. Al verla todos bajaban la vista al suelo o se escondían entre sus harapos. Todos sabían que era un ser diabólico, pero terriblemente atrayente. Te perdías en su mirada y te envolvían sus ronroneos, y si llegabas a rozar su piel sentías como un escalofrío te cruzaba el cuerpo.


Mujer de corazón destrozado y ansias de venganza, mataba por el placer inocuo de tener las riendas de la vida de aquellos que la perdían entre sus afiladas garras.

Recordareis como acabó conmigo sin piedad alguna.


Solía leer los sentimientos que había dentro de los latentes corazones de sus víctimas, cuanto más amor hubiera en él, más sangriento y atroz era su final. No soportaba la felicidad ajena y mucho menos se permitía que un resquicio de pasión entraran por los poros de su aterciopelada y blanquecina piel. Sin embargo, aún llevaba su anillo de prometida.


A veces, en la soledad de su alcoba de frías y lúgubres paredes acariciaba entre sollozos felinos el anillo mientras leía una y otra vez la frase ya borrosa inscrita en él.


Oculta durante el día e invisible ante los ojos, con la llegada de la luna al lienzo que dibujaba la noche se vestía con sus aires gatunos y su sedosa cabellera al viento.


Cuando el hambre apremiaba y las ganas de matar no asomaban se vendía sin pudor alguno a sabiendas que nunca le faltarían gustosos inocentes que en un par de días no quedaría rastro ni de sus nombres.


Infeliz dejaba escapar cada momento de su vida absorta en su maremagnum de odio y derrota. Llevaba años tocando fondo y nutriendo de malicia el ser sin prejuicios y letal en el que se había convertido.


Al fondo del callejón le llegó de súbito el llanto desconsolado de un niño. Intentó inútilmente hacer oídos sordos de sus lágrimas. Pero el pequeño resquicio de humanidad que la hacía soñar de vez en cuando con el regreso de su amado y recordar con su sortija los tiempos en los que fue, en su ya lejano pasado, una mujer que sonreía, la hicieron poner sus sentidos en alerta y como pantera nocturna se encaminó buscando a ese pequeño.


Agazapado, temblando de terror, escondiendo la cabeza entre sus rodillas, el niño lloraba junto al cuerpo inerte de su madre.

Olfateó el dolor de la pérdida de un ser querido en aquel muchacho de ojos tristes y como una bofetada le vino el rostro del dueño de lo poco que quedaba de su resquebrajado sentir y no pudo más que echar a correr y esconderse lo más lejos de la mirada tierna y necesitada del pequeño.


Quiso seguir huyendo como habría hecho en otra ocasión pero hoy era el décimo aniversario de la que hubiera sido su boda y el agua comenzaba a correr en el deshielo de su enmudecido corazón.

Siguió escuchando al niño llorar, pero esta vez eran sollozos de resignación, sabía que nadie vendría a por él, nadie se acercaría a una mujer muerta en extrañas condiciones para ayudar a su hijo pobre y andrajoso que no era más que un diminuto saco de huesos. Se tumbó junto a ella esperando a que la muerte viniera a recogerle después de recorrer otros rincones de aquellas grises calles.


Así lo encontró de nuevo después de no perdonarse así misma y sabiendo que lo pagaría caro, el haber bajado la guardia y dejarse llevar, por primera vez en demasiado tiempo, por lo que decía su abnegado corazón en lugar de su fría y calculadora mente.


Bajo la capa de su abrigo envolvió al pequeño que mostraba en su expresión las ganas de gritar pero que el temor ante aquel ser de ojos grises enmarcados en negro carbón, rojos labios y afiladas garras del que tanto hablaba y temía la gente, le impidió emitir un grito de ayuda y rígido como una tabla se dejó llevar junto al roce de piel helada de la gata.


Varias veces lo dejó en el suelo tiritando de miedo y le dio la espalda caminando en dirección opuesta, pero todas ellas regresó a por él, algo comenzaba a dispersarse por su cuerpo haciéndola sentir un poco más humana.


Salió con aire desafiante con el pequeño en brazos ante las miradas de tormento y temor de los demás. Todos pensaron que sería la última vez que verían a ese inocente.

Durante días sufrió con él sus fiebres calentando sus escalofríos y le limpió las heridas de su piel sin tocar aún las migajas de su corazón. Compartió sus sueños e impidió la entrada a las pesadillas. Y poco a poco fue capaz de irle mirando a los ojos.


Tenía la mirada de un tono almíbar y le faltaba un diente, no debía tener más de seis años.

Se preguntaba una y otra vez que diablos haría con él. Más de una vez afiló sus garras y las colocó sobre su diminuto cuello sucio, pero terminaba desenredando con ellas su alborotado pelo oscuro.


Una noche escuchó un fuerte golpe, sobresaltada fue a la habitación donde había acomodado al niño, que no era más que una estancia vacía cargada con un aire tétrico, donde había varias estanterías de madera vieja y desgastada con montones de libros roídos y empolvados. En una esquina de la amplia sala estaba el colchón en el suelo con las mantas esparcidas en él. Justo al otro lado, un hombre tapaba la boca del pequeño amenazándole con un cuchillo.


La rabia se apoderó de ella y saltó sobre el intruso atacándole ferozmente. El niño corrió a esconderse bajo las mantas.


El individuo varias veces apuñaló a nuestra gata y después se marchó corriendo con el saco lleno de objetos de escaso valor que malogradamente revendería cerca del callejón.


El pequeño salió de su escondrijo y vió a la pantera feroz encogida con la mirada triste y asustada gravemente herida. Entonces fue él quien buscó vendas y agua caliente, y corrió en busca de ayuda en dirección al callejón de vidas perdidas.


Varios no quisieron ni escucharle, pero otros se percataron de su buen aspecto y de que fue la gata mordaz quien se lo llevó días antes.


Al llegar a la sala, ella estaba en un rincón gimiendo mientras intentaba inútilmente detener la hemorragia relamiendo sus heridas, erizó su vello al verles entrar y caminar lentamente hacia ella.

Bufaba y se movía nerviosa hasta que una muchacha de rosados carrillos y mano firme la sujetó fuertemente y comenzó a limpiarle la primera abertura de su piel.


Después se acercó un hombre mayor cuyo rostro arrugado escondía unos profundos ojos negros.


Todos somos pobres diablos como tú, la trasmitían a través de sus silencios. Todos somos despojos sin hogar y sin familia, pero ahora estamos aquí, junto a ti, como tú estuviste con el niño.


Entonces buscó al niño de ojos tristes y lo encontró unos pasos atrás de los demás mirándola fijamente. Él se percató de que lo buscaba y se abrió paso entre la multitud y se acurrucó entre sus piernas.


Ella se dejó vencer y permitió que aquellos que tenían el corazón y la vida derruida tanto como ella recompusieran los pedazos de su desmigajada alma humana.





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domingo, 10 de mayo de 2009

Mar de Engaño



"Las pasiones son como los vientos, que son necesarios para dar movimiento a todo, aunque a menudo sean causa de huracanes".


Escuchando: Texas - Say What You Want


Sobre ellos el ventilador no paraba de girar, el escaso aire que creaba hacía que las gotas de sudor se deslizaran recorriendo cada surco de sus cuerpos desnudos.
Se encontraban en una habitación pequeña con las ventanas de madera escasamente entreabiertas, sus paredes ocres se fundían con la luz dorada que envolvía el ambiente y sus ropas yacían dispersas sobre el suelo oscuro de tarima.

Ella jadeaba enérgicamente mientras se entregaba a él, le mordía, le arañaba la espalda; él entraba en su cuerpo una y otra vez mientras evitaba mirarla directamente a los ojos.

Ella le decía que le amaba cada vez que una parte de él estaba dentro, y a él se le creaba un nudo en la garganta que le impedía articular respuesta.

El estallido de placer le hizo caer sobre el cuerpo de su compañera y tras recuperar la respiración hasta devolverla de nuevo pausada se levantó de la cama liberándose de los brazos de ella.
Comenzó a recoger su ropa y se vistió de forma apresurada.

-"¿Ya te marchas?"
-"Mañana tengo que trabajar"
-"Quédate un poco más, casi no hemos hablado"
-"No puedo, es muy tarde"

En realidad no quería decirle que necesitaba huir de allí y encontrarse lo más lejos de ella. Se sentía culpable por besarla imaginando que era a otra a quien tenía entre sus brazos.
Le dio un tímido y poco entusiasta beso y se alejó cerrando tras de sí la puerta de la habitación de aquel hotel apolillado.

Caminó bajo el cielo estrellado en aquella noche despejada con el calzado en la mano y los pies inmersos en la orilla, intentado sin éxito poner sus ideas en orden.

Cuando se encontraba con María se sentía muy cómodo a su lado, era una muchacha muy tierna y sumamente divertida, pero carecía de pasión por ella, se entregaba de un modo autómata, sintiendo un placer efímero carente de sentimiento. Luego se sentía vacío y al mirarse al espejo no podía evitar compadecerse de sí mismo.

Pero era incapaz de arrancarse esos ojos verdosos con un ligero toque de miel que se había clavado en su mente.

El tono anacarado del amanecer le sorprendió absorto en sus pensamientos sin otra compañía que el leve rugido de las olas del mar.
El cielo se teñía del mismo color que el vestido que llevaba puesto Ariadna la primera vez que la vió. Llevaba el pelo recogido en un moño despeinado y unos enormes pendientes del mismo color que su felina mirada. Ella se percató de su presencia y de que él la observaba descaradamente desde el banco situado más a la izquierda de la plaza mayor. Héctor tomaba una cerveza junto a un grupo de amigos, fingió un imprevisto y la siguió varias calles hasta que la perdió de vista. La buscó en vano entre las adyacentes y se volvió avergonzado por su comportamiento hacia su casa. Pero al girar sobre sus pasos, ella le esperaba con una pícara sonrisa. Le dió un beso coqueto en la mejilla y se alejó volviéndose a sonreirle de vez en cuando. Él se quedó pasmado, embelesado por su aroma a jazmín y rosas, con el corazón acelerado y un nudo de culpabilidad creciendo en su estómago.

No pudo dormir en varias noches y evitó verse con María alegando una gripe contagiosa, sudaba como si estuviera enfermo, y en su cabeza sus sentimientos se precipitaban vertiginosamente.

Al cabo de una semana volvió a su vida normal, a sus encuentros felices pero carentes de ardor con María. Hasta que en un almuerzo familiar su hermano presentó a su nueva pareja. No podía ser, era ella: Ariadna.

Sintió un ligero resplandor en la mirada de ella al verlo, pero ambos mantuvieron la compostura. Él la observaba reír con su hermano mientras éste la estrechaba en su brazos y por primera vez desde hacía mucho tiempo, los terribles celos se apoderaron de él. Se mordía el labio inferior para no caer en la tentación de partirle la cara a su propio hermano. Durante la noche con María durmiendo en su pecho, él se llevaba las manos a la cabeza al imaginar a Ariadna tocada por otro hombre.
Todo intento de alejarla de su mente provocaba aún más su deseo por ella. Se deleitaba mirándola a lo lejos ante la mirada de María que volvía la vista hacia otro lado fingiéndo no percatarse de lo que ocurría.

Una tarde se quedaron solos en la casa de su hermano, él había bajado a por más bebida pues ya no quedaba ni una gota de whisky, estaban celebrando que él y Ariadna se habían prometido. María aún no había salido de trabajar, y el calor que creció en ellos hizo que se arrastraran como animales rodando y entregándose con febril locura con la falda remangada y el pantalón medio desabrochado. Cuando subió su hermano con María había un extraño olor en aquel salón.

Se reencontraron en varias ocasiones más siempre ardientes de deseo, pero ninguno tenía el valor de acabar con sus respectivas parejas.

Prosiguió su paseo hasta el final de la playa y justo antes de tomar la calle que le llevaba a su casa se la encontró discutiendo de forma acalorada con su hermano.

-"No eres más que una puta"-le gritaba.
-"Déjame, te he dicho que se acabó"
-"Dime, ¿desde cuándo te ves con mi propio hermano?, ¿eh?, ¿te liaste conmigo para acercarte a él o qué?"

Boquiabierto escuchó la discusión a sólo unos metros de él. Pero su hermano se percató de su presencia y echo una furia se abalanzó sobre él.

-"Te la has follado ya hijo de puta. Ya verás cuando se entere María". Y con mirada inquisidora y de desprecio se encaminó hacia su coche maldiciendo a ambos.

Ariadna rompió a llorar y él sintió la necesidad de abrazarla, sin embargo, no pudo. Pensó en María, sabía que le partiría el corazón. Miró en su corazón y sintió su amor dormido por ella despertando dolorosamente. Miró a Ariadne y ya no vió esa pasión en sus ojos.

Se dió cuenta de que no quería a ninguna de las dos, al igual que ella no le amaba a él pues lloraba desconsolada llamándo a su hermano.

Sólo había sido un juego sexual peligroso, para él una ruptura con su rutina, para ella una apasionante pero temporal aventura.


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